Dpto.
de Lógica, Hª y Fª de la
Ciencia UNED,
Madrid lvega@fsof.uned.es
Argumentación y filosofía *
Resumen.
Voy
a considerar diversas propuestas en torno al papel y sentido de la
argumentación en filosofía, con la intención de mostrar y justificar su
necesidad en este tipo de discurso. Tras una presentación inicial de la
filosofía como género discursivo -incluida una consideración del supuesto “caso
de la filosofía hispánica”: su desvío de la lógica y su inclinación hacia la
literatura-, me centraré en las siguientes hipótesis sobre la argumentación en
filosofía: (i) las hipótesis nulas,
que le niegan por diversos motivos una significación especial o específica; (ii)
la hipótesis mínima, que la considera un recurso típico del discurso filosófico o, al menos, un recurso típico de
determinadas filosofías; cuestión que puede llevar a otras asociadas, por
ejemplo acerca de si hay argumentos filosóficos típicos o, más aún, argumentos
filosóficos propios y específicos; (iii)
la hipótesis máxima, que, en consonancia con el punto anterior, estima que
la argumentación es el recurso definitorio
del discurso filosófico. Asumiré otra hipótesis, digamos fuerte: la idea de que la
argumentación es un recurso necesario
del discurso filosófico -practicado bajo ciertas condiciones textuales e
institucionales- y trataré de avanzar algunas razones al respecto. Luego,
haciendo de esa necesidad virtud, sostendré que es bueno que los filósofos
argumenten y que, puestos a argumentar, más vale hacerlo bien. Así pues,
terminaré vindicando una lógica para filósofos, una suerte de lógica “civil” o
teoría de la argumentación interesada en la calidad del discurso público, dentro
de la perspectiva de un nuevo trivium
(lógica, dialéctica y retórica) para los estudios y la práctica de la
filosofía.
_________________
* Ponencia leída en el VIII
Coloquio Internacional de Filosofía, 20-22 sept. 2006, Bariloche (Argentina). Trabajo
realizado en el marco del Proyecto HUM2005-00365/FISO.
1. La filosofía como género discursivo.
Al
tratar de la filosofía como género discursivo me limitaré a su cultivo y
manifestación escrita, textual, no oral: como en la vertiente oral entrarían también
las contribuciones a este mismo Coloquio -incluida la mía propia- su consideración
resultaría recursiva y, en última instancia, tornaría la empresa en una tarea
potencialmente infinita. Aquí no disponemos de tiempo para tanto.
1.1 Ahora bien, aun dentro de esa limitación, no
son pocas las variedades y variaciones del discurso filosófico como escritura
académica desplegada en textos que, por muy dispares que resulten entre sí, se
suponen parejamente representativos (por ejemplo, unos versos de Parménides, un
diálogo platónico, una Summa
escolástica, una Crítica kantiana, unos
aforismos de Wittgenstein),
Avanzaré, de entrada, un criterio
corporativo: son filosóficos los
textos asumidos como tales por las comunidades institucionales de practicantes
de la filosofía. Es un género académico que normalmente envuelve ciertas
pretensiones de lucidez y de conocimiento, en ámbitos públicos o con proyección
pública, y por ende ha de hacerse cargo de -y responder a- los compromisos
asociados a esas pretensiones.
1.2 Pero la imagen reflejada en el espejo
académico dista de ser única o uniforme. Y ni siquiera las muestras que se
suponen paradigmáticas de lo que sería hacer filosofía resultan inequívocas.
Recordemos un posible paradigma como el propuesto por Waismann en un famoso
artículo de 1956 sobre su visión de la filosofía: lo que hace el filósofo no
son en puridad demostraciones o refutaciones, lo que hace el filósofo es montar
un caso [1].
Sea la cuestión siguiente: si los juicios de orden moral obedecen a las
cualidades o atributos de la acción o la cosa juzgadas, o si responden más bien
a los sentimientos experimentados por la gente. Pues bien, el caso admite al
menos dos montajes discursivos: (a) uno
argumentativo y (b) otro narrativo, que
sin ser dos géneros netos y excluyentes apuntarían a una suerte de
polarizaciones opuestas dentro del amplio espectro de dispersión del discurso
filosófico. Ni que decir tiene que este espectro forma una especie de continuo
con muchos casos intermedios o mixtos.
(a) El montaje de Hume: Tratado de la naturaleza humana, III, P.
I, sec. 2.
«Ahora
bien, puesto que las impresiones distintivas por las que se conoce el
bien o el mal moral no son sino penas o
placeres determinados, se sigue que en todas las investigaciones acerca de estas distinciones morales será
suficiente mostrar los principios
que nos hacen sentir satisfacción o disgusto ante la contemplación de cualquier carácter en orden a
saber por qué ese carácter es loable
o censurable. Una acción, un sentimiento, un carácter es
virtuoso o vicioso. ¿Por qué? Porque su consideración causa un placer o malestar de un tipo
determinado. Por consiguiente, dando
razón del placer o del malestar explicamos suficientemente la virtud o el vicio. Tener el sentido
de la virtud no es sino sentir una
satisfacción de un tipo determinado ante
la contemplación de un carácter. El sentimiento mismo constituye nuestra
alabanza o admiración. No vamos más
allá, ni indagamos la causa de la satisfacción. No inferimos que un carácter es virtuoso porque nos agrada; pero
al sentir que nos agrada de modo
tan particular, sentimos en efecto que es virtuoso.
Es el mismo caso que el de nuestros
juicios acerca de todos los tipos de belleza, gustos y sensaciones. Nuestra aprobación se halla implicada
en el placer inmediato que nos producen».
Discurso
argumentativo, a la luz de (1)
notoria presencia de marcadores argumentativos y de referencias a relaciones inferenciales
o de carácter metodológico [expresiones subrayadas vs. términos de valor en
cursivas]; (2) línea y dirección
argumentativas expresas; (3) propósitos probatorios: intento de justificación
de la tesis o posición asumida y generación de convicción por razones y
consideraciones más bien precisas.
(b) El montaje de Nietzsche: Genealogía de la moral, II, 6.
«En
esta esfera, es decir, en el derecho de las obligaciones es donde tiene su hogar nativo
el mundo de los conceptos morales “culpa”, “conciencia”, “deber”, “sagrado deber”
-su comienzo, al igual que el comienzo de todas
las cosas grandes en la tierra, ha
estado salpicado profunda y largamente de
sangre. ¿Y no cabría decir que la ética no ha
perdido nunca su hedor a sangre y a tortura
-ni siquiera en Kant, cuyo imperativo categórico
huele a crueldad? Fue también
entonces cuando se forjó por vez primera la siniestra trama de las dos ideas de “culpa
y pena” que ahora se ha vuelto inextricable.
Preguntemos una vez más: ¿en qué sentido la pena podría ser la reparación de una deuda? En el sentido de
que hacer sufrir a alguien es un supremo placer. Ver sufrir da placer, pero hacer
sufrir depara mayor placer aún. Este severo
aserto expresa un antiguo, poderoso sentimiento humano, demasiado humano. <…> No hay fiesta sin crueldad, como atestigua
la historia entera del hombre. El castigo también
tiene sus rasgos festivos».
Discurso
narrativo, a la luz de (1´) voluntad
de estilo llamativo y notoria presencia de expresiones cargadas (emotivas,
valorativas) -en cursiva-, dentro de un contexto evocador y alusivo; (2´) línea
un tanto asociativa y sinuosa, preguntas retóricas, conclusiones tácitas y
complicidad asociada a la plausibilidad de una impresión o una imagen global;
(3´) propósitos sugestivos y suasorios, inductores de convicción [2].
* Habría
otros montajes notoriamente mixtos, entre discursivos y narrativos: e.g. la
retórica argumentativa de Ortega en su teoría acerca de la significación
cultural del vino construida a partir de tres cuadros: la visión renacentista (antigua)
del vino como poder elemental y divino, plasmada en la “Bacanal” de Tiziano; su
visión barroca como plenitud humana y alegría
natural de los dioses y su cortejo de faunos, silenos, ninfas y sátiros, representadas
por la “Bacanal” de Poussin; su visión moderna, desmitificadora e higiénica,
que trata el vino como una cuestión social y administrativa de alcoholismo, en
“Los borrachos” de Velázquez, donde la bacanal deviene borrachera [3].
Tres soluciones culturales a los peligros de desorden cósmico, perturbación
social e incontinencia que asociamos al “problema tragicómico” del vino. Su retórica
envuelve el uso entretejido de imágenes globales + léxico evocativo y
sugerente + marcadores (conectores y operadores)
argumentativos.
*
Cf. también el discurso más sutil y complejo de Descartes, a la luz de F.
Cossutta, ed. Descartes et
l’argumentation philosophique, Paris, PRF, 1996.
Siempre cabe disfrutar con las
identificaciones y clasificaciones, no siempre fáciles o nítiudas, de esta
fauna de formas de hacer -escribir- filosofía. Queda latente, sin embargo, el
problema de las relaciones entre las variaciones estilísticas de este tipo y el
reconocimiento y la valoración de un determinado discurso como filosófico -frente, por ejemplo, al
ensayo cultural, variante a la que parece aproximarse el texto mencionado de
Ortega, si es que nos interesa su confrontación como géneros dentro de una
especie de continuo de la escritura más o menos discursiva.
2. La cuestión de las
relaciones entre argumentación y filosofía.
Partamos
de un dato inicial y de una noción determinada de proceder argumentativo:
* Un
dato inicial: el fuerte arraigo tradicional de la creencia en cierta relación
entre el discurso filosófico y la práctica de la argumentación y la
contra-argumentación.
* Un
proceder discursivo típico en esta línea: la argumentación como forma de dar
cuenta y razón de algo (una proposición teórica o una propuesta práctica) a
alguien o ante alguien, por lo regular en el marco de una confrontación entre
posturas encontradas. Una característica derivada de este contexto dialéctico:
el papel crítico de las tomas de posición en filosofía, donde suele verificarse
el dictum de Spinoza: “omnis
determinatio est negatio”. Otra característica asociada: el plano
metadiscursivo de la investigación y la discusión filosóficas académicas, que
suelen alimentarse bien de una tradición asumida, bien de otras tradiciones
enfrentadas, o bien de unas y otras.
Pero Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, P. I
(1945): contra el dato inicial.
«La filosofía expone meramente todo y
no explica ni deduce nada. -Puesto que todo yace
abiertamente, no hay nada que explicar. Pues lo que acaso esté oculto, no nos interesa» (§ 126. Edic. Anscombe & Rhees.
Trad.: UNAM/Crítica, 20043; pp. 129-131).
«Si
se quisiera proponer tesis en
filosofía, nunca se podría llegar a discutirlas porque todos estarían de acuerdo con ellas» (§ 128, l . c., p. 131).
«En
filosofía no se sacan conclusiones <…>.[La filosofía] solo constata lo
que cualquiera le concede» (§ 599, l . c., p. 373).
Contraejemplo:
si estas aseveraciones fueran tesis filosóficas -¿y qué otra cosa son?-,
resultarían harto discutibles; yo, sin ir más lejos, no estaría de acuerdo con
ellas.
* Aclaración:
adelanto que al plantear la relación entre el discurso filosófico y la
argumentación no estoy contemplando una suerte de definición de la filosofía o
de una de sus propiedades esenciales. Simplemente trato de examinar una de las
implicaciones de su cultivo como forma discursiva de lucidez o de conocimiento
público.
Pues bien, considerada la
argumentación en el contexto discursivo indicado, podemos plantearnos cuestiones
no tanto de tradición o de hecho como de derecho y, en particular, si caben relaciones
entre la filosofía y la argumentación aún más estrechas y sustanciales. Trataré
esta cuestión al hilo de diversas propuestas acerca del papel y del sentido de
la argumentación en filosofía, simplificadas como hipótesis nula, mínima y máxima, antes de
declarar la postura que voy a sostener por mi parte.
2.1
Hipótesis nula: la argumentación no es un recurso especialmente
distintivo o relevante del discurso filosófico.
No lo es por diversas razones: bien en
razón de [a] la textura informal y abierta
de un discurso que lo hace irreductible a una caracterización definida, o bien
en razón de [b] la radicalidad que
pueden presentar las confrontaciones discursivas en este campo al excluir la
existencia de un marco o trasfondo común de entendimiento y de discusión.
Algunas muestras en la línea de [a]: No parece haber una propiedad o un
conjunto de ellas que permitan definir el texto filosófico o, siquiera,
caracterizarlo formalmente como género. Cierto es que, según los manuales de
estilística, los textos filosóficos pertenecen al género argumentativo, pero la argumentatividad no es una condición
necesaria ni una condición suficiente en tal sentido -no determina
inequívocamente a todos los textos filosóficos, ni solo a ellos-, aunque pueda constituir
un buen indicio al respecto [4].
Por otro lado, las demarcaciones y valoraciones del discurso filosófico por
referencia a su presunta condición o sus virtudes argumentativas no son sino
efectos o derivas de hegemonías corporativas, como la detentada por la
filosofía analítica en medios académicos anglosajones durante los años 50-70.
Más en general, nuestras ideas de lo que significa ser filósofo y nuestros
patrones de reconocimiento y valoración de la producción filosófica proceden de
las prácticas en curso dentro de las comunidades filosóficas, de modo que la
práctica establecida en la comunidad filosófica es un determinante intrínseco,
no extrínseco, de la naturaleza de la filosofía; así pues, las ideas y los criterios
al respecto no dejan de ser locales y, pese a sus pretensiones de autoridad, resultan
plurales y controvertidos [5].
Otra variante de esta concepción sobre la inviabilidad de una caracterización
interna universal o uniforme de la filosofía descansa en su analogía con la noción
wittgensteiniana de juego: las diversas actividades que consideramos juegos
(juegos de cartas, de pelota, de mesa, de jugar-a, etc.) no presentan una
característica definitoria común, sino a lo sumo cierto aire de familia. Lo
mismo ocurre con las actividades que hoy reconocemos como prácticas de
filosofar, modos de hacer filosofía [6].
Alguna muestra en la línea de [b]: Las diferentes orientaciones o
escuelas filosóficas descansan en términos fundamentales definidos como señas
propias y constitutivas, hasta el punto de que no cabría discutirlos o
neutralizarlos sin poner en cuestión su identidad misma. Así pues, la discusión
entre ellas no puede contar con un fondo común de acuerdos sobre supuestos o
incluso de procedimientos, con unas condiciones básicas de entendimiento mutuo,
y en consecuencia deviene imposible. En tales situaciones, abocadas o a la
deformación sistemática del contrario o a la incomunicación radical, la
argumentación no solo no desempeña de hecho ningún papel relevante, sino que no
podría desempeñarlo (cf. e.g. Y. Liu 1997). En un sentido análogo parecen
moverse las interpretaciones del discurso filosófico que ligan su propia
argumentatividad, sea básica o sea específica, a los supuestos peculiares de la
doctrina mantenida, e.g. como sugiere Cossutta 1996, o.c. [7].
Las hipótesis nulas acerca del papel
de la argumentación en filosofía tienen el inconveniente de no hacer justicia
ni a las pretensiones de lucidez y de conocimiento del discurso filosófico, ni
a sus implicaciones críticas o normativas. Pero también cabe renunciar a todo
esto y cultivar la filosofía como si se tratara de una expresión cultural entre
otras cualesquiera -o, si se quiere, de una vocación personal, una actividad
terapéutica, etc., sin asumir compromisos discursivos y cognitivos específicos.
Ahora les ahorraré la discusión; me limitaré a observar que tanto la vindicación
de estas actitudes deflacionarias, como su crítica desde la orilla opuesta, desde
las actitudes más comprometidas, tienden a suponer por ambas partes peticiones
de principio.
2.2
Hipótesis mínima: la argumentación es
un recurso típico del discurso filosófico.
Nacida
al calor de las demarcaciones analíticas de métodos y campos de conocimiento de
los años 40 y 50 (e.g. Ryle 1946, Waismann 1956, o incluso Perelman y
Olbrechts-Tyteca 1952) [8],
que venían a distinguir entre (i) las
demostraciones efectivamente concluyentes, propias de las ciencias deductivas
formales, (ii) las pruebas empíricas,
propias de las ciencias sustantivas y positivas, y (iii) los argumentos filosóficos, como una tercera vía crítica o
constructiva irreducible a las dos primeras en la medida en que ésta confía en
modos de argüir o argumentar que no se atienen ni a la pura lógica, ni a la
contrastación directa con protocolos de observación o experimentación. Pueden
responder a peculiaridades de la filosofía misma, e.g. a la índole de las
cuestiones filosóficas -por lo regular, cuestiones críticas o conceptuales de
segundo orden-, o a los tratos de la filosofía con los juicios de valor y las reglas
de razonamiento práctico. En todo caso, no faltan argumentaciones informales típicas
del discurso filosófico en general o, al menos, de ciertas filosofías como, en
particular, la filosofía analítica.
* Gilbert Ryle
(1946): «Los
argumentos filosóficos no son inducciones… Ni los hechos ni las fantasías tienen en la resolución de
problemas filosóficos fuerza probatoria alguna…
Por otra parte, los argumentos filosóficos no son demostraciones de tipo euclidiano, es decir, deducciones de
teoremas a partir de axiomas o de postulados… Un tipo de argumento que es propio y hasta exclusivo de la
filosofía es la reductio ad absurdum» (l.c., p. 333). Aunque
a primera vista parezca que este tipo de argumentos solo puede tener un efecto destructivo, también sirven para poner a
prueba y precisar los poderes lógicos
de las ideas bajo investigación, de modo parecido a como las pruebas de demolición sirven a los ingenieros
para descubrir la resistencia de materiales (p. 334).
Friedrich
Waismann: «Se
suponía, de un modo totalmente erróneo como espero haber mostrado, que <los argumentos filosóficos>
eran demostraciones y refutaciones en
sentido estricto, pero lo que hace el filósofo es otra cosa: monta un caso.
Primero nos hace ver todas las debilidades,
desventajas, insuficiencias de una posición, saca a la luz inconsecuencias o señala cuán artificiales son
algunas ideas que sirven de base a toda la teoría,
llevándolas hasta las consecuencias más extremas, haciéndolo todo con las armas
más poderosas de su arsenal, la reducción al absurdo y la regresión al
infinito. Por otra parte, nos ofrece un
nuevo modo de mirar las cosas que no esté expuesto a esas objeciones; en otras palabras, nos presenta,
como hace un abogado, todos los hechos del caso
poniéndonos en situación de juzgar» (l.c.,
pp. 376-7). «En resumidas cuentas, un argumento
filosófico hace más y hace menos que un argumento lógico: menos, porque nunca demuestra algo de modo concluyente; más,
porque si tiene éxito, no se contenta con
establecer un punto aislado de la verdad, sino que produce un cambio en toda nuestra
perspectiva intelectual de suerte que, a consecuencia de ello, miles de
pequeños puntos entrarán o
saldrán, según los casos, de nuestro campo visual» (ibd. p. 380).
Dando por sentada o, al menos, por
supuesta la existencia de argumentos filosóficos, la discusión se desplaza a la
cuestión de cómo se caracterizan o en qué consisten. Para empezar se destacan
sus rasgos diferenciales negativos, i.e. lo que por lo regular no son: no
consisten por regla general en deducciones axiomáticas, ni en demostraciones definitivas
o refutaciones concluyentes; tampoco suelen discurrir de modo inductivo o
estadístico-probabilístico, ni procuran dirimir el punto en discusión por recurso
a un experimento o a una prueba empírica. El problema es que, luego, no parece
haber un conjunto definido de rasgos positivos capaz de demarcar la
argumentación filosófica como un tipo
singular de argumentación.
Pero cabe sortear esta dificultad
mediante el recurso a supuestos paradigmas, i. e. proponiendo algunos
ejemplares o esquemas de argumentos que se suponen típicos.
Por ejemplo, según Johnstone (1959) [9],
la argumentación más notoria y socorrida en las controversias filosóficas es la
argumentación ad hominem, tanto en su
vertiente crítica o negativa, como en su vertiente constructiva o positiva (ad seipsum). En el primer caso, o se
dirige a mostrar la incoherencia interna del discurso criticado (e.g. en la
línea de una reducción a un absurdo), o es un ataque a una posición que cabe
replicar mostrando que apela a principios que dicha posición recusa, de modo que
la crítica resulta fallida o envuelve una especie de petición de principio. En
el segundo caso, se trata del desarrollo de los principios o la posición
inicialmente asumidos. En cualquier caso, el papel del análisis lógico no pasa
de ser meramente instrumental y las referencias a evidencias externas o
consideraciones de hecho no son muy
pertinentes o apenas tienen peso. Por lo demás, de esta clase de argumentos
típicos se desprende un rasgo notable del discurso filosófico: su carácter
relativamente sistemático, de modo que el agente discursivo se ve obligado a
hacerse cargo y responder de las consecuencias que puedan derivarse de los
principios o de los supuestos asumidos. Y de ahí, a su vez, se desprende una
dependencia sustancial del significado de las tesis o proposiciones filosóficas
con respecto a sus diversos contextos de argumentación y discusión –frente a la
relativa autonomía de los asertos científicamente o comúnmente establecidos.
Otras muestras típicas de
argumentación filosófica: la regresión o progresión ad infinitum, los argumentos trascendentales, los experimentos
mentales o imaginarios [10].
Para una revisión de estos tipos de argumentos en un contexto metodológico
amplio presidido por consideraciones de economía y sistematicidad, vid. Rescher
(2001), o.c.
Una variante (Eduardo Rabossi 1996) [11]:
«<Las discusiones filosóficas> consisten paradigmáticamente en
discusiones críticas, es decir, en diálogos de carácter persuasivo que incluyen
participantes con una tesis propia para probar» (l.c., p. 462). Por ello, deben
atenerse a dos normas u obligaciones características de la racionalidad dialógica:
la de que cada participante pruebe su tesis mediante inferencias correctas a
partir de lo concedido por el otro interlocutor y la de mantener una actitud
cooperativa y un temple honesto. Ahora bien, ¿hay algo que distinga el dialogo
crítico filosófico de otras manifestaciones dialógicas críticas? Sigue Rabossi:
«Pienso que sí. Existen ciertos modos argumentativos y refutativos que parecen
tener en él un nicho adecuado, Me refiero a ciertas maneras de emplear los
contraejemplos, a cierto tipo de objeciones categoriales, al empleo de casos
paradigmáticos, etcétera» (l.c., p. 463).
Tres observaciones en torno a esta
hipótesis mínima: (1) La idea de que la argumentación es un
recurso típico del discurso filosófico suele involucrar -o venir involucrada
en- una concepción y una práctica determinadas de la filosofía; en particular,
es una creencia asentada entre los filósofos analíticos y, más en general,
también resulta familiar en el área de influencia de la filosofía académica
anglosajona. (2) Parejamente, la
identificación de un espécimen de argumento filosófico como ejemplar típico
también suele hallarse asociada a una concepción determinada de la
argumentación en filosofía. (3) Y, en
fin, la asunción de algunos de estos ejemplares como paradigmas no solo propios
sino exclusivos de la argumentación filosófica no deja de responder a una
concepción determinada de los debates, las confrontaciones y las controversias
en filosofía. Suele ser convergente o afín a esta línea de pensamiento la idea
de la filosofía que subraya la auto-implicación del propio agente discursivo en
el discurso filosófico, desde el ya citado Johnstone (1959) hasta Frogel (2005)
[12].
2.3
Hipótesis máxima: la argumentación es
el recurso no solo típico, sino definitorio del discurso filosófico
mismo.
Generalización -o incluso
extrapolación- a partir de la presunta existencia de argumentos filosóficos
propios y exclusivos: la identificación de ciertos discursos argumentativos
como inequívocamente filosóficos determina la identificación del discurso
filosófico como inequívocamente argumentativo. Así pues, se supone que todo
discurso filosófico es, de suyo, argumentativo, sin que este supuesto implique
identificar la argumentación con la filosofía en el sentido inverso de que todo
discurso argumentativo sea de suyo filosófico.
Es una alternativa rechazada por varios
meta-filósofos como Passmore (1967) [13]:
no hay un tipo de argumentos que sea formalmente distintivo de la filosofía.
Por otra parte, ni los filósofos están limitados a una determinada dieta de
argumentos, ni hay una posición filosófica que solo pueda atenerse a un tipo
peculiar y propio de argumentación; aunque no falten ciertos usos y propósitos
más o menos característicos del discurso filosófico, e.g. la refutación
mediante análisis de una petición de principio. En general, la hipótesis 2.3 resultaría demasiado rígida y
restrictiva, aparte de abrigar la pretensión inviable de cercar y vallar el
ancho campo del discurso filosófico.
Por mi parte, la posición que voy a
adoptar y defender es la siguiente:
3.
Hipótesis fuerte: la argumentación es
un recurso necesario del discurso filosófico en la medida en que la filosofía
se suponga o pretenda ser una empresa intelectual específica: (i) susceptible
de evaluación y de aprendizaje; (ii) cultivada a través de determinadas
tradiciones de pensamiento; (iii) mantenida con el propósito de contribuir a la
lucidez en asuntos públicos o al desarrollo del conocimiento público. Se
trataría, en suma, de una especie de necesidad hipotética o, si se quiere, de
una suerte de imperativo hipotético: si Ud. pretende hacer filosofía como una
actividad académica, crítica y cognoscitiva, específica, Ud. deberá estar
dispuesto o dispuesta a dar razón de sus tesis o asunciones filosóficas.
¿Qué responder a propuestas que
preconizan la filosofía como una suerte de “visión” (e.g. Waismann)? Cabe
considerar que, incluso en esta perspectiva, la argumentación sería nuestra manera
filosófica de mirar o de fijar la vista -de modo análogo a otros pares: visión/mirada
poética, visión/mirada pictórica, etc. En consecuencia, la visión (intuición,
etc.) filosófica lejos de oponerse al mirar y mostrar con ojos argumentativos,
lo envolvería como un género especialmente indicado de discurso -que, por lo
demás, tampoco excluiría despliegues narrativos.
¿Cómo se puede explicar y justificar
esta hipótesis, dar cuenta y razón de ella? ¿Por qué habríamos de argumentar en
filosofía?
Recordemos una vez más la constitución
histórica del corpus filosófico: tradiciones de controversias y desarrollo del
discurso filosófico, que da lugar a la extendida opinión sobre el carácter
argumentativo de la filosofía [14],
así como otros aspectos relevantes en este sentido: amplio consenso acerca de la formación de
alevines de filósofo en este sentido; cierta importancia de estándares de
reconocimiento y evaluación de contribuciones (papers, comunicaciones, etc.)
relacionados con criterios argumentativos (consideraciones de orden lógico,
dialéctico, retórico). Ahora bien, en consonancia con el planteamiento adoptado
al revisar las alternativas o hipótesis anteriores, lo que está en juego no es
solo un asunto de hecho, como las cuestiones referidas a tradiciones históricas
dominantes en la filosofía occidental y prácticas académicas establecidas, sino
también y sobre todo un punto de derecho. Aunque, por otro lado o en el otro
extremo, tampoco se trata de una cuestión meramente abstracta del tipo de la
planteada por el racionalismo crítico popperiano acerca de la justificación de
las actitudes racionales o argumentativas en general, justificación que a su
vez no cabría imponer racionalmente salvo entre quienes ya hayan adoptado la
pertinente actitud receptiva. No cabe
pedir o dar razones a quien, de entrada, no esté dispuesto a reconocerlas y
recibirlas; así pues, tampoco cabe probar a este tipo de persona la obligación
de dar pruebas, ni siquiera en filosofía: un escéptico radical, si aquí lo
hubiera, sería irreducible.
Pero insisto: la cuestión planteada
aquí y ahora no es en general: ¿por qué argumentar? La cuestión es, en particular, ¿por qué hacerlo
en filosofía?
Voy a sugerir un par de razones
específicas: una relacionada con la significación de las aserciones, la otra
con la conformación del discurso, en filosofía
[a] La índole de las aserciones
filosóficas (de la ambigüedad e indeterminación de las proposiciones
filosóficas aisladas a la determinación precisa de su significado en un
contexto argumentativo dado de alegaciones en favor / en contra).
* Una aserción filosófica, aislada de
todo contexto argumentativo, resulta radicalmente
ambigua.
Es decir: en el caso de las
proposiciones filosóficas típicas, no solo su aceptabilidad o inaceptabilidad
sino, más radicalmente, su significación y su sentido dependen de la
argumentación al respecto. En filosofía, el porqué se dice algo o el porqué
podría o no podría -o debería o no debería- decirse, en suma, la batería de
razones y objeciones a lo dicho, es una parte sustancial del significado de lo
que se dice. Dicho en términos próximos al inferencialismo de R. Brandom: las
pruebas de acreditación o habilitación para la aserción en cuestión, así como
la asunción de los compromisos con ella contraídos no solo forman parte del ethos profesional del filósofo que
sostiene una tesis, sino que también forman parte del significado de esta
tesis.
En el caso de los fragmentos y
aforismos, las interpretaciones. y razones pro / contra habrán de correr a
cargo del lector-intérprete (e.g. en el caso de los presocráticos, en el caso mismo
del Tractatus). De donde se desprende
que las labores de interpretación y argumentación, lejos de contraponerse, se
complementan a la hora de leer, entender y discutir los textos filosóficos. Tampoco
estará de más prestar atención al juego retórico del aforismo, a la suma de la vaguedad
significativa con la resistencia y tersura expresiva, que a veces propicia más impresión
de profundidad que la merecida.
Según
esto, me atreveré a decir en general:
a1.
El significado de una proposición filosófica determinada no estará definido sin
la correspondiente argumentación, prueba o contraprueba. Así pues,
a2.
No podremos saber si una proposición (una asunción, una aserción) es
filosóficamente significativa antes o al margen de la argumentación pertinente
o de las debidas pruebas.
a3.
Y, en suma, no podremos conocer el rendimiento o el interés filosófico de una
idea o de una propuesta sin su contextualización y su desarrollo discursivos,
esto es: sin su discusión y su justificación argumentativas.
Reflexividad:
en consecuencia, estas tesis a1-a3 no son proposiciones filosóficamente
interesantes ni precisas, a menos que sean argumentadas. No tengo espacio para
hacerlo aquí, así que me contentaré con ilustrarlas por la vía indirecta de un
ejemplo famoso.
* Consideremos los montajes argumentativos del
caso cartesiano «Pienso, luego existo» con el fin de observar sus proyecciones
o derivas [15].
(i) Habilitación bajo la forma de
entimema tradicional: “todo el que piensa, existe; yo pienso; luego, yo
existo”. Un problema: semántica sustitucional (nominal → ficción “yo -Atenea-
pienso”) vs. semántica estándar referencial para el pronombre-variable. Por
otro lado, la versión silogística fundada en la mayor: “todo lo que piensa, es
o existe” se ve descartada expresamente
por el propio Descartes en las 2as
Réplicas (Resp. 2as objec.)
en razón de la autoevidencia o certeza inmediata de la propia fórmula.
(ii) Inferencia auto-fundante: de la
propia conciencia de pensar de un sujeto se sigue su existencia real, luego hay
que reconocer una realidad exterior a la conciencia y, por implicación
ulterior, la existencia de Dios incluso -i.e. de un Dios que no puede engañarme
en tales actos de autoconciencia. Se corresponde con el papel de
proposición fundacional del programa
cartesiano, pero, en principio, la certeza de la fórmula solo apela al
reconocimiento actual y efectivo de la cogitatio,
de modo que en el contexto del pasaje citado de la Meditación Segunda
solo asume un compromiso epistemológico ligado al “yo pienso” como sujeto
pensante sin mayores proyecciones -así pues aquí no valdrían “paseo, luego
existo” o fórmulas equivalentes que implicaran mi constitución física o la
identidad del ‘yo’ con un cuerpo humano. Serán las meditaciones siguientes las
que vayan desarrollando esta dimensión objetiva del programa cartesiano.
(iii) Justificación por analogía con un
acto de habla en primera persona: si digo “yo pienso”, no puedo añadir “pero no
existo” sin caer en una inconsistencia pragmática o anular la fuerza
significativa y comunicativa de lo que digo. Más aún, una aserción del tenor
“yo no existo” sólo puede tener éxito y ser efectivamente entendida como
muestra o prueba -e.g. irónica o despechada- de lo contrario.
Cf. no obstante el caso del caballero
inexistente de Italo Calvino: Carlomagno pasa revista
a sus caballeros. Llega hasta uno con el yelmo cerrado: “–¿Quién sois vos paladín de Francia? –(Voz desde el interior de la celada) Yo soy
Agilulfo Emo Bertrandino de los Gullivernos… – Aaah …¿Y por qué no mostráis
la cara a vuestro rey? – Sire, porque yo no existo”.
(iv) Inferencia presupositiva: solo
puede pensar algo o alguien que efectivamente es, existe; luego, si x piensa, x
existe, aunque puede que sea únicamente en calidad de ser pensante, sin que
ello implique existencia material o física, ni identidad personal -en las
líneas ya apuntadas en (ii) y (iii)-. No obstante, la relación de
presuposición no parece adecuada en el sentido: pensar presupone existir,
de modo que tanto la verdad como la falsedad de lo primero supongan la verdad
de lo segundo, puesto que es la certeza de mi pensar la que establece la
necesidad de la verdad correlativa de mi existir. Por lo demás, ¿podría haber
considerado Descartes el recurso de un argumento trascendental?
En fin, no significación clara, ni
indiscutible en sí misma, sino pendiente de una interpretación-argumentación.
Así pues, a estas alturas de los tiempos, ¿cabe una reformulación del famoso
“cogito, ergo sum”, en los términos: “cogito, ergo quid est?”, es decir:
“pienso, luego ¿qué hay?”?
Hay otros puntos involucrados en los
que no podré entrar:
- El problema de las variaciones de -así
como incongruencias o dificultades de traducción entre- los contextos
argumentativos que deciden el significado de la proposición en cuestión; el
papel del tercero [juez, jurado, lector…] en discordia.
- El problema del punto de vista: observador
vs. participante
observador
externo + principio de caridad → prioridad
de la interpretación histórica del texto dado
participante
o implicado + principio de cooperación → prioridad de la discusión filosófica
de la cuestión planteada.
Ahora importa más la segunda razón
anunciada y prometida. Pasemos a ella:
[b] La estrecha relación entre la argumentación y
la filosofía.
Regresemos
a la idea de argumentación como forma de dar cuenta y razón de algo a alguien o
ante alguien. Dar cuenta y razón es una actividad normada dentro de la
institución conversacional de dar y pedir razones, sea en orden a la coordinación
entre proposiciones o sea en orden a la coordinación entre proposiciones y
acciones. En el primer caso prima la dimensión justificativa de la
argumentación como acción ilocutiva compleja de mostrar que una proposición
determinada es aceptable o correcta; en el segundo caso cobra especial relieve la
dimensión suasoria de la argumentación como acción perlocutiva de inducir una
actitud, una disposición o una actuación en el destinatario o los destinatarios
del discurso. Lo cierto es que las dos contribuyen a los propósitos genéricos
de la buena argumentación, aunque del cumplimiento de la primera -i.e. de una
justificación cumplida- no se sigue necesariamente el éxito en la segunda -una
persuasión efectiva-. Pues bien, cabe suponer que ambas vertientes se
corresponden a otras paralelas, “teórica” y “práctica”, que constituyen así
mismo dos dimensiones básicas de la filosofía como empresa intelectual más o
menos específica, a saber: como empresa cognitiva, de racionalización interna
de ideas y creencias, y como empresa directiva o ética, de racionalización de
la conducta. A ellas se refieren las dos grandes cuestiones o núcleos de
cuestiones: qué hay o qué pensar acerca de lo que hay, qué hacer o cómo
responder a las demandas de la situación, planteadas como cuestiones abiertas y
expuestas a propuestas controvertibles, incluso en el sentido radical de no tener
asegurado el reconocimiento de una solución sin que por ello dejen de tener
aspiraciones de carácter general -como la de implicar o convencer a todo el
mundo-. En todo caso media, a mi juicio, no solo un paralelismo sino una
complicidad estrecha entre esas dos dimensiones argumentativas, la
justificativa y la suasoria, y estas dos dimensiones filosóficas, de modo que
el desarrollo de la filosofía en calidad de empresa cognitiva habrá de envolver
ciertas pretensiones -o intentos y criterios- de justificación, así como su
desarrollo en calidad de empresa directiva o ética habrá de envolver ciertas
pretensiones -o intentos y criterios- de persuasión racional.
En suma, tanto el significado de las
proposiciones, en razón de [a] como
el sentido de la empresa, en razón de [b],
parecen abundar en la necesidad de la (buena) argumentación para hacer (buena)
filosofía.
Por
lo demás, la importancia de la buena argumentación en filosofía es la que
corresponde a los compromisos y responsabilidades de los filósofos como
profesionales de la argumentación y de las pruebas discursivas, no solo en la
perspectiva específica del discurso filosófico, sino en la perspectiva general del
discurso público.
4.
De
todo lo anterior se desprende, para terminar, la propuesta de una lógica para
filósofos: la invitación al cultivo y desarrollo de una lógica -digamos- civil, i.e. una lógica informal, plausible
y rebatible (“defeasible”), aplicable a muy diversa suerte de asuntos e
interesada en mejorar la calidad y la finura del discurso público [16].
Esta lógica habrá de consistir en
una “teoría” de la argumentación capaz de considerar las condiciones críticas
del uso de la razón: la transparencia de las estrategias discursivas, simetría
o equidad de las interacciones entre los participantes, reconocimiento y
respeto de la autonomía de cualquier agente discursivo, dentro del programa de
lo que se viene denominando en estas últimas décadas “democracia deliberativa”.
Pero, así mismo, otras condiciones de carácter cognitivo y argumentativo, como
la actitud de seguir las reglas de juego de dar y pedir razones -incluida la
discriminación entre mejores y peores razones, aunque no se requiera el
consenso sobre un determinado criterio-, y la disposición a rendirse a la
fuerza del mejor argumento.
Esta conformación no está exenta de
problemas, e.g. ¿cómo se conjugan las condiciones práctico-democráticas de la
deliberación pública con las epistémico-discursivas de su calidad
argumentativa? Pero, en todo caso, responde a un propósito bien determinado:
mejorar la calidad del discurso público en el sentido de contribuir no tanto a
la verdad y el saber sustantivos, cuanto a
la lucidez y al discernimiento de la gente involucrada en una discusión,
deliberación, negociación, etc., con miras a la adopción -o rechazo- de una
creencia o a la adopción -o descarte- de
una resolución o un curso de acción. Lo que propongo, en suma, no solo para los
filósofos en particular, sino para cualquier persona educada en general, es un renovado
trivium complementario de la
formación intelectual y de la ulterior especialización profesional o
científica: el trivium compuesto por
las perspectivas lógica, dialéctica y retórica de los actuales estudios en
teoría de la argumentación.
[1] Cf. Friedrich Waismann (1956),
“Mi perspectiva de la filosofía” (en A.J. Ayer, comp. El positivismo lógico. México, FCE, 1965. “Se suponía, de un modo
totalmente erróneo como espero haber mostrado, que <los argumentos
filosóficos> eran demostraciones y refutaciones en sentido estricto, pero lo
que hace el filósofo es otra cosa: monta
un caso.” (p. 376).
[2] La contraposición, en términos
de filosofía discursiva o argumentativa vs. filosofía evocativa o retórica,
puede verse desarrollada en Nicholas Rescher, Philosophical reasoning. A study in the methodology of
philosophizing,
Malden (Mass.)/Oxford, Blackwell, 2001; § 6.3,
pp. 80-86.
[3] Vid. Salvador López Quero, El discurso argumentativo de José Ortega y
Gasset en Tres Cuadros del Vino,
Córdoba, Universidad de Córdoba [Colección Nuevos Horizontes, 8], 2002.
[4] Cf. E. de Bustos (2004), “Notas sobre el texto filosófico”, en Lindaraja, www.realidadyficcion.org
[5] Vid. A.J. Mandt, “The inevitability of
pluralism: philosophical practice and philosophical excellence”, en A. Cohen y
M, Dascal, eds. The institution of
philosophy. A discipline in crisis? La Salle (Illinois ),
Open Court ,
1989; 77-101.
[6] Vid. Diego Parente, “Orillas de
la filosofía. Un
ensayo sobre/desde las fronteras de lo filosófico”, A Parte Rei, 29 (sept. 2003), http://aparterei.com
[7] Cf. las consideraciones de I.A. Richards, Y.
Bar-Hillel y R. Rorty al respecto según la revisión crítica de Yameng Liu,
“Unintelligibility or defeat: the issue of engagement in philosophical
debates”, Argumentation, 11 (1997),
479-491. Así como «las formas de argumentación en una doctrina dada son
tributarias de esta filosofía, sin que el modo como un filósofo utiliza
razonamiento, prueba o argumento, sea independiente de la naturaleza de su
filosofía» (F. Cossutta, l.c.,
Introduction, p. 23).
[8] Vid. G. Ryle (1946),
“Argumentos filosóficos”, en A.J. Ayer, comp. El positivismo lógico, México, FCE, 1965, pp. 331-348; F. Waismann
(1956), “Mi perspectiva de la filosofía”, en Ayer, ed. o.c., pp. 349-485; Chaïm
Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca, Rhétorique
et philosophie. Pour una théorie de l’argumentation en philosophie, Paris,
PUF, 1952.
[9]
Vid. Henry W. Johnstone Jr., Philosophy
and argument. University Park (PA), The Pennsylvania State University
Press, 1959.
[10] Vid. Juan M. Comesaña, Lógica informal, falacias y argumentos
filosóficos. Buenos Aires , EUDEBA, 1998; cap. III, pp. 111 ss. Sobre el caso
particular de la regresión ad infinitum,
cf. Claude Gratton, “What is an infinite regress argument”, Informal Logic, 18/2-3 (1997), 203-224.
[11] “Racionalidad dialógica.
Falacias y retórica filosófica. El caso de la llamada ‘falacia naturalista’”,
en O. Nudler, comp. La racionalidad: su
poder y sus límites. Bs. Aires, Paidós, 1996, pp. 461-470.
[12]
Vid. Shai Frogel, The Rhetoric of
Philosophy. Amsterdam / Philadelphia , John Benjamins, 2005.
[13]
Vid. John Passmore, Philosophical
reasoning, London, Duckworth, 1961; pp. 7-8, 17.
[14] Vid., por ejemplo, J.W.
Cornman, K. Lehrer y G.S. Papas, Introducción
a los problemas y argumentos filosóficos, México, UNAM, 1990; p. 13.
[15] Es curioso que en la 2ª Meditación no aparezca esta formulación
inferencial canónica (cogito, ergo sum;
je pense, donc je suis) precisamente
en el pasaje en que se procura justificar la conclusión ‘soy’ o ‘existo’ como
proposición necesariamente verdadera a partir de la autoconsciencia de que
pienso, sea lo que sea lo que piense e incluido el caso de que yo mismo sea
objeto de un engaño constante y sistemático.
Por otro lado, cabría considerar los argumentos siguientes como formas
de fijar la mirada dentro de la visión original -o presunta “evidencia”- de la
aserción cartesiana: «pienso, luego existo».
[16] Vid. L. Vega Reñón, “De la
lógica académica a la lógica civil: una propuesta”, Isegoría, 31 (2004): 131-149.